En
1953, el alpinista alemán Karl Herrligkoffer fijó sus ojos en el Nanga Parbat. El mejor hombre de su equipo era Hermann Buhl,
un austriaco, de 29 años, considerado como uno de los escaladores de Europa y
especializado en escaladas de velocidad y en solitario.
Luego
de un mes de arduo trabajo, el grupo no había alcanzado más que el campo IV, a
6.150 metros. En finales de junio, los partes confirman la proximidad del
monzón, y Herrligkoffer ordena la retirada. Cuatro de los alpinistas no le hacen
caso, entre ellos Hermann Buhl, a los que el aviso les ha cogido en el C-IV. El
30 de junio el tiempo mejora. Ya para el 2 de julio instalan el campo V en la
arista este, a 6.900 metros de altitud. Esa noche Kempter y Buhl deciden salir hacia la cumbre. A las dos de la
madrugada, la hora que había acordado previamente, sólo se despierta Buhl, resuelto,
parte en solitario.
La
escalada se hace cada vez más exigente y el cansancio empieza a hacer mella.
Amanece y, en un hueco en la nieve, Buhl decide dejar la mochila, confiado en
estar de vuelta por la tarde. Continúa
sólo con la cantimplora llena de infusión de coca, un puñado de píldoras de
Pervitina (anfetaminas), el piolet, los bastones y la cámara.
A
las dos de la tarde alcanza la depresión entre la antecima y la cumbre
principal, a 7.820 metros. La sed y el hambre lo atormentan. Recurre al
Pervitin y se toma dos tabletas para afrontar las últimas dificultades
técnicas. Una tras otra las va superando mientras pasan las horas. Su objetivo
no va más allá «de los diez o veinte metros» que alcanza su vista; cada dos por
tres se desploma agotado.
Al
poco rato de iniciar el descenso, pierde un crampón. Busca un lugar para pasar
la noche. Apenas encuentra una pequeña repisa donde no se puede ni sentar.
Cuando amanece retoma el descenso. Entonces Buhl tiene una sensación extraña. Sentía
que no estaba solo, que alguien lo perseguía, lo observaba y lo cuidaba. No
sentía miedo, pues esa sensación, al menos, hacía que se sienta acompañado.
Pasado
el mediodía recupera la mochila vacía. La sed le quemaba, la lengua se le pegaba
al paladar, tenía la garganta agrietada. Cae, se queda dormido, pierde la noción
del tiempo. Sabe que ante otra situación similar, no sobrevivirá. Recurre de
nuevo al Pervitin. Convertido en un despojo humano, y sólo espoleado por la
droga, sigue bajando hasta alcanzarlo por fin. Cuarenta y un horas después de
haber salido del campamento V, donde sus compañeros lo daban por muerto.
Quedaba
todavía un pequeño descenso por los casi desmantelados campos de altura hasta
el campo base y el mal tratamiento de sus congelaciones, que le costarían dos
dedos de los pies. Cuatro años después, Bulh protagoniza otra de las páginas
más bellas del himalayismo, al lograr la primera ascensión al Broad Peak con
Kurt Diemberguer. Días después intentan en alpino el cercano Chogolisa de 7.654
metros, donde desaparece al fallar un cornisa en medio de la tormenta.
Me encanto esta historia
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